Susurros en la Oscuridad

La Decepción

Por fin estaba sentada en el sofá de su casa. Había tardado en llevarme pero allí estaba. La verdad era que no se parecía en nada a todo lo que me había imaginado. Había fantaseado con un gran sofá de cuero negro, con cojines de raso carmesí. Había soñado con una lujosa alfombra tejida en algún país oriental, un mueble de madera repleto de libros antiquísimos, cortinas de encaje y luz tenue. Había supuesto que me llevaría a una suntuosa casa en las afueras, rodeada por un bello y cuidado jardín...

Sin embargo, en vez de todo eso, me encontraba acomodada en un viejo sillón de tela, cuyo color era inapreciable, iluminada por una bombilla polvorienta y desnuda, en un pequeño apartamento en un barrio modesto de la ciudad. Pero no me importaba. Nada me importaba si él estaba a mi lado, ni siquiera la trampa para ratones que había en un rincón con los restos putrefactos de su última víctima.

Si era sincera conmigo misma, tenía que reconocer que no era la primera vez que me sentía decepcionada en cuanto a mis expectativas desde que le había conocido, pero quizá yo era excesivamente romántica y fantasiosa. Nos habíamos encontrado por casualidad en un bar; yo acababa de discutir con mi marido y me había ido de casa dando un portazo para no seguir escuchando sus reproches. Cierto, no era la mejor manera de solucionar las cosas, pero mi matrimonio ya estaba condenado a muerte casi desde el momento de su gestación. En aquel bar, pequeño, oscuro y mugriento, frente a una cerveza servida con poca amabilidad, fue cuando él se me acercó por primera vez, sentándose a mi lado y preguntándome con su voz acariciadora y en cierto tono de broma qué hacía una chica como yo en un lugar como aquél.

Enseguida quedé prendada de su forma de hablar, de su manera de ver las cosas, de la franqueza con que se dirigía a mí. Él no se detenía en esas estupideces de lo hermosa que era la vida y lo gratificante que era el amor, ni me animaba como otras personas a formar una familia y conformarme con el papel de madre amorosa y esposa sacrificada. Él comprendió desde el principio ue yo me sentía atrapada y enjaulada en una relación que nunca deseé y en la que caí por mi propio conformismo y mis escasas ganas de luchar por algo mejor.

No sé cuánto tiempo estuve con él en ese bar, sumergida en sus luminosos ojos verdes, hipnotizada por el movimiento de sus labios, deslumbrada por la palidez de su piel, ebria por el sonido de su voz..

No quiso darme ningún teléfono ni ninguna dirección al despedirnos, por más que insistí. Tampoco aceptó mi tarjeta, ni siquiera quiso saber mi nombre ni me dio el suyo. He de reconocer que me angustié ante la idea de no volver a verle y es posible que suplicara más de la cuenta, pero él simplemente sonrió, acarició mi mejilla y me aseguró mirándome a los ojos que volveríamos a encontrarnos, que el destino se encargaría de eso.

Cuando volví a casa aquella noche, apenas escuché a mi marido preguntándome dónde había estado, llamándome loca, diciéndome que había estado a punto de llamar a la policía por mi insensatez. Me metí en la cama y permanecí entre las sábanas durante horas y horas, sin dormir, pensando en él, dando ligeras cabezadas en las que le volvía a ver frente a mí...

Pasaron días, mi rutinaria vida seguía su transcurso y yo no sabía nada de él. Dormía mal, apenas comía y de vez en cuando volvía a aquel bar de mala muerte por si acaso volvía a verlo. Pero todo fue inútil y yo languidecía cada vez más a causa del anhelo. Mi marido y mi familia insistían en que fuera al médico, y alguien sugirió que si me quedaba embarazada y tenía un bebé, se me quitarían "todos los males"... Comentarios como aquel eran los que me hacían desear cada vez más encontrarle, aunque sólo fuera para conversar durante horas sobre la agonía de la vida, lo aburrido de la gente, el vacío de la sociedad, el atractivo de la soledad... Él veía las cosas igual que yo.

Por fin, un atardecer volví a encontrarle, o mejor dicho, me encontró él, en un parque junto a un oscuro lago en el que nadaban felices algunos patos. Sentí que volvía a la vida cuando escuché su voz y ví su sonrisa, cuando sentí la frialdad de sus blancos dedos tomando los míos para animarme a seguirle y pasear bajo los árboles desnudos. Volvimos a pasar horas conversando mientras la noche nos envolvía poco a poco y las estrellas quedaban como únicos testigos de nuestras palabras y gestos.

Conforme avanzaban los días y se producían más encuentros, siempre de la manera más inesperada, yo me sentía cada vez más ansiosa. Mi vida se convirtió en una constante espera y tenía la impresión de que cuantas más ganas tenía de verle, menos probabilidades había de que apareciera. Sin embargo, en los días en que perdía la esperanza y me sentía derrotada y deprimida, era cuando aparecía, como si pudiera percibir mi ansiedad de algún modo...

Pronto quise llegar a algo más queinterminables conversaciones y paseos por la ciudad, pero nunca me permitió ningún contacto más allá de cogernos de la mano o leves roces. La pasión me inflamaba y en ocasiones me sentía sucia y degenerada cuando me sentía tan anhelante y él se mantenía sereno y frío. En ocasiones le insinué mis deseos pero él parecía no darse por enterado hasta que un día me dijo que no tenía que pensar tanto en lo material, en lo sensual, que si me embotaba en los placeres inmediatos, me perdería todo lo que el espíritu podía ofrecerme.

Nunca volví a comentarle nada; a veces había sentido la tentación de tocarme, o de recurrir a mi marido para apagar el fuego que crecía dentro de mi, pero me reprimía recordando sus palabras. Me sentía fataklcomo si no fuese digna de él, pero me prometí a mí misma que lo conseguiría.

Entonces, una noche, sin cruzar ni una sola palabra, me condujo por un callejón oscuro que olía a orines y a ratas muertes, y allí mismo, contra la pared, me poseyó de una forma algo brusca, con rapidez. Pude por fin besar sus labios, acariciar su piel, escuchar su agitada respiración en mi oído... Duró poco y no estábamos rodeados precisamente de demasiado romanticismo, pero aún así, me sentía feliz.

Durante un tiempo, temí que ya no quisiera saber de mí, vinieron a mi mente aquellos comentarios típicos acerca de que los hombres, una vez que han obtenido lo que han querido, desaparecían, pero eso no podía aplicarse en este caso. Si se tratase de eso, no habría motivos para que me hubiera rechazado las primeras veces que yo se lo propuse. Estaba segura de que poco a poco, la relación comenzaría a intensificarse y quizá mi vida cambiaría para siempre...

Por supuesto, volvió a aparecer, sorprendiéndome en un paseo al atardecer, mientras contemplaba de frente los tonos anaranjados y rosados del cielo mientras el sol desaparecía tras los edificios de la ciudad. Apenas sin saludar y con una suave sonrisa en sus labios, me propuso ir a su casa, quería proponerme algo... Estuve a punto de saltar de alegría, era obvio que se trataba de algo importante...

Y allí, estaba, esperando a que apareciera. Había ido un momento a un cuarto oscuro y yo había aprovechado para recordar toda nuestra trayectoria. Por fin, apareció, con una sonrisa y los ojos brillantes, portando un pequeño frasquito en su mano.

- ¿Qué es? - pregunté intrigada, temiendo que se tratara de alguna droga.
- Un veneno - respondió él - Produce la muerte en cuestión de segundos - hizo una pausa - Quiero que nos lo tomemos juntos esta noche.

Le miré alarmada. ¿Tomar veneno? ¿Suicidarnos? ¿Para eso me había traído a su casa?

- ¿Por qué? - pregunté sin más, observando aquel líquido semitransparente oscilando en el botecito que bailaba entre sus dedos.
- Porque esta vida no merece la pena - respondió él bajando la mirada al suelo - Hace tiempo que quiero hacer este viaje pero no me atrevía a hacerlo solo... creo que en tí he encontrado a una compañera perfecta - levantó la miraa y me sonrió.

Correspondí a su sonrisa, sintiéndome halagada a pesar de las palabras que estaba diciendo. Hacer juntos el viaje de la muerte... pero, ¿hacia dónde?

- ¿Crees en otra vida? - pregunté con cierta timidez - Porque si no... ¿qué más da quién te acompañe, si al final no hay nada, sólo vacío?

Él cogió mi mano y apretó mis dedos con suavidad mientras decía:

- ¿No será maravilloso descubrir juntos qué hay más allá?

Tuve que reconocer que me desarmó. Mil ideas pasaron por mi cabeza... Quizá no era veneno y sólo quería comprobar si confiaba en él... Sí, seguramente se trataba de eso, así que respondí:

- De acuerdo... hagámoslo. Estaremos juntos en la muerte y en lo que haya tras ella.

Él me extendió el botecito, sacando otro de su bolsillo. Perfecto. Le miré a los ojos mientras lo destapaba y me lo llevaba a la nariz; no olía a nada; seguro que era agua. Aún así, los ojos se me llenaron de lágrimas de emoción al pensar en todo lo que le estaba demostrando al aceptar esa prueba de confianza. Él me sonreía sin cesar. Rápidamente, ingerí el contenido del bote y casi al momento, sentí un agudo dolor en el vientre, como si me estuvieran destripando. ¡Mierda!

Me encogí sobre el sofá, resistiendo los dolores y procurando no gritar. Parece que remitieron, así que me incorporé y le miré con la respiración agitada.

- ¿Qué me has dado?

Pero otro pinchazo me hizo encogerme sobre mí misma mientras él me observaba con gran tranquilidad. ¡Me estaba muriendo! ¡Estaba muriendo!

- ¡Tómatelo! - le exigí haciendo acopio de mis últimas fuerzas - ¡Ven... conmigo...

Lo último que ví fue su rostro sonriente mientras derramaba el contenido de su bote en el suelo...

    ¿Qué opinas?